miércoles, 23 de abril de 2008

Crónica de lo crónico

El despertador suena a las 8.20 y es un auto engaño. Sigo. Los lunes y miércoles, hasta las 9. El resto de los días, un poco antes.

Hago un canelón con las colchas y me siento como colicué, desabrigada. No es un buen momento.

Camino hacia el comedor y me tambaleo. Prendo la tele, en un canal local y estático que sólo pasa música de radio (la 92.7, creo) y la temperatura exacta. Enseguida cambio y pongo el noticiero Arriba Argentinos. Subo el volumen para que se escuche desde todo el departamento.

Vuelvo a la pieza y me visto. De vez en cuando tengo dudas, fuertes dudas. Hoy, por ejemplo, perdí seis minutos buscando una polera blanca de algodón que había guardado cuando terminó el último invierno y que desapareció misteriosamente.

Me visto y ato el pelo con un rodete ajustado para que no me moleste en las actividades sucesivas. Me lavo la cara con agua fría y voy al escritorio a buscar un cestito de mimbre donde guardo unos rústicos y desvencijados maquillajes.

Me pongo una crema de Caviahue, el centro de esquí neuquino. Es barata, grasosa y viene en un pote alargado, blanco. La uso desde hace años. Horacio, un vecino de mis padres, tiene un hijo que pasa los veranos ahí como guía de pesca con mosca y cada vez que lo va a visitar me trae un par de potes. Con dos tiro un año y medio.

Me pongo sombra en los ojos de acuerdo a la ropa: si predomina el negro, de negro; si predomina el marrón, como casi siempre, de marrón. En ambos casos, con una base clarita.

Los jueves me acerco al televisor a mirar los estrenos de cine de la semana.

Siempre con el rodete y ya vestida y maquillada, paso a la cocina. Pongo leche en una taza, 1,20 minutos de microondas y dos cucharadas de café y un chorrito de edulcorante. Revuelvo. Agarro 2/3 galletitas, las que haya. Hoy me di un lujo: dos Frutigran de avena con pasas de uva.

Desayuno en el sillón. Trato de no mancharme, pero a veces no me sale.

Preparo el bolso. Si tengo vianda para el almuerzo, la pongo en una bolsa chiquita, paqueta.

Voy al baño, me lavo los dientes y peino como pienso quedar el resto del día. Me abrigo, cuelgo el bolso y pongo los auriculares del MP3. Agarro las llaves y salgo.

Estoy segura de que si el resto de mis días me la pasara haciendo bungee jumping, pariendo, jugando a la rayuela o disfrazándome de chancho, cumpliría metódicamente este o algún otro operativo de preparación matutina.

¿Hay alguien que no lo haga?

miércoles, 16 de abril de 2008

La misteriosa oficina de arriba

La redacción donde yo trabajo es igual al estereotipo de cualquier sala donde se escribe un diario: metros y metros cuadrados mal iluminados, con decenas de computadoras en filas, una atrás de la otra.

Esta redacción tiene una isla de aire en el medio que la conecta visualmente con las oficinas administrativas de arriba.

Mi escritorio está justo en el medio de esa isla, así que cada miércoles, cuando las revistas Gente y Caras llegan a mis manos, como hoy, el gerente del diario puede verme desde arriba con la pierna izquierda apoyada en triángulo sobre la derecha y con la taza de mate cocido en el aire. Puede verme boludear rotundamente.

Sin embargo, si yo levanto la vista no lo veo a él, sino a una misteriosa oficina vacía. Sólo alcanzo a ver un vidrio, cierta biblioteca y algo que podría ser un escritorio. Es muy raro. El lugar pareciera esperar, expectante.

--¡Ehhh! ¡Pssi! ¡Hay una presencia! --susurró a los gritos esta mañana un compañero cuyo escritorio está al lado del mío, en la fila siguiente.

Efectivamente, había un sujeto. De unos treinta y pico, resuelto, deambulaba sin notar que desde abajo era observado por dos periodistas que lo miraban como dos perros abajo de una mesa.

No es el primero que entra a la oficina. La verdadera PRESENCIA, en realidad, fue la de una señora muy paqueta que nadie cruzó nunca en ningún ascensor, ni en el buffet; mucho menos en la redacción.

Esta señora, rubia, de pelo corto y trajecito, parecía divorciada, con hijos grandes, profesionales y visita semanal a la peluquería. Fue vista en diciembre. Caminaba por atrás y adelante del escritorio, tomaba café sobre una bandejita. Pero sólo estuvo una semana. Sin ser vista jamás por ningún redactor en algún otro espacio de la empresa, la señora desapareció. Nunca nadie supo a qué vino, cómo se llamaba, qué hizo en esa oficina ni por qué todavía no volvió.

domingo, 6 de abril de 2008

Boina de contradicciones


Parece más joven la Cristina Kirchner de la foto. Los guantes de cuero, la bufanda cual adolescente del secundario, la boina tan París intelectual de los '60. Hasta luce gauchita la presidenta que marcha por las calles de Francia.

No sé si es o se hace. Dudo que haya caminado por una calle cualquiera de su país en los últimos años. Salvo la Casa Rosada, la residencia de Olivos y los pasadizos del glaciar Perito Moreno, esta mujer no debe recordar lo que es un cordón cuneta industria nacional.

Y resulta que ahí está, en París, en-la-calle, sosteniendo una bandera en un idioma que no sabe hablar y con las manitos de una teen enamorada de la facha del Che Guevara.

Pude verla dos veces. La primera, hace unos dos años, ella y su marido estuvieron en esta ciudad sólo unas pocas horas. No hablaron con ningún medio, pero llenaron un club de barrio de gente, banderas y gritos obsecuentes sólo para que fuera filmado, fotografiado y grabado. La última vez fue hace poco, en plena campaña electoral. Cristina usó el avión oficial y los ocho kilómtros entre el aeropuerto y el centro los hizo en helicóptero.

Por eso, insisto: no sé si es o se hace. El país recién se está recuperando de un paro agropecuario de 20 días por culpa de sus bravuconadas y ella, ahí, luchando por los derechos humanos de los franceses y la cantidad justa de atún en le baguette.